Desde hace tiempo, la conservación de nuestro patrimonio arqueológico es una fuente continua de problemas. Cierto que la mayoría de ellos derivan de que las administraciones públicas, en nuestro caso desde la consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, no destinan los recursos necesarios para un propósito tan laudable, entre otros, de proteger contra la depredación que practican quienes buscan hacerse con lo que ha quedado como testimonio de la presencia de nuestros antepasados en el solar donde vivimos. Son los testimonios de que formamos parte de una larga cadena de la que somos un eslabón más. Esa tarea de conservación y defensa del patrimonio supone la obligación de mantener esos testimonios del pasado y hacerlo en las mejores condiciones posibles. Algo que en el caso de la Junta de Andalucía deja mucho que desear y se pone de manifiesto en los niveles de abandono que podemos encontrar en casos significativos. Por el contrario las exigencias que se tienen con los particulares son muy elevadas. No tenemos más que comprobar las condiciones en que se encuentra el yacimiento de Cercadilla -uno de los referentes de mayor interés con que cuenta Córdoba en relación con su esplendoroso pasado romano-, convertido en un verdadero erial donde crece la hierba y que en verano se transforma en un secarral. La imagen que ofrece a los viajeros que llegan a Córdoba cuando descienden del tren es más que lamentable dando una pésima imagen de una ciudad que tiene una de sus principales bazas económicas en el turismo cultural.
Si se trata de particulares la situación cambia radicalmente. Un ejemplo lo tenemos en los destrozos causados en el yacimiento arqueológico de Ategua, protagonizado por los propietarios del terreno donde se encuentra. En su caso se enfrentan a una petición de la fiscalía de dos años de prisión y una multa de más de un millón de euros por haber actuado de forma que han afectado gravemente a la preservación del yacimiento arqueológico. En concreto, haber arado un terreno donde hay importantes restos arqueológicos, lo que, además de destrozos, ha causado graves daños en la estratigrafía del terreno lo que no permitirá establecer secuencias cronológicas. Alegan los agricultores en su defensa que todo ha sido consecuencia del desconocimiento de la existencia de dichos restos arqueológicos en su finca, una tierra de labor en la que siempre se ha sembrado porque ese es su medio de vida. Independientemente de que ese desconocimiento no sea más una argucia en un proceso judicial, todo apunta a que la administración competente ha actuado incorrectamente. Ategua fue declarado Bien de Interés Cultural y, por lo tanto goza, de la protección que la ley otorga a dichos bienes. Sin embargo no se señalizó el área afectada por la denominación.
¿Hasta dónde se limitaba entonces el ejercicio de las labores agrícolas que son propias en una tierra de cultivo?
La exigencia por parte de las administraciones públicas del cumplimiento de las normativas legales, choca con demasiada frecuencia con el incumplimiento de que hace gala la propia administración. Se utiliza lo que suele denominarse dos varas de medir. La historia no es nueva y más allá de la escasez de recursos -a veces se trata de negligencia- como causa de esa una realidad que se nos presenta con demasiada frecuencia en el terreno de lo cultural.
(Publicada en ABC Córdoba el 7 de junio de 2017 en esta dirección)